Con una gran actuación del paraguayo en la definición por tiros penales, Vélez consiguió una trabajosa clasificación para los cuartos de final de la Copa Libertadores de América. Desde su platea preferencial, allá en el área, había presenciado la obsesiva búsqueda de Vélez como un hincha más. Sin participar del juego, haciendo flexiones para mantener tibios los músculos que la cautela de Defensor le quería congelar, José Luis Chilavert contempló como su equipo iba e iba, imponía el ritmo y generaba las mejores situaciones -no demasiadas- durante el primer tiempo. Y se empezó a preocupar en el segundo, cuando el nerviosismo y la desesperación enceguecieron a los encargados de transitar los senderos del gol, transformando a Vélez en un eximio concertista de pelotazos frontales y anunciados. Cero a cero clavado, insulso y preocupante. Cero a cero inapelable, que ponía en el mismo escalón a ambos, sin reparar en los sobrados merecimientos que Vélez había acumulado en los dos encuentros para quedarse con una clasificación que se podía esfumar en un segundo, en lo que una pelota tarda en recorrer la distancia que separa al punto penal de la línea de gol. Entonces empezó su show... Como activadas por un infalible mecanismo de relojería, veinte mil almas velezanas estallaron en un grito teñido de súplica. El “Chi-la-vert!, iChi-la-vert!” bajó hasta el césped y acarició a ese hombre que charlaba con Carlos Bianchi mientras sus compañeros eran masajeados. --Vos pateas el segundo, José. ¡Vamos que sos el mejor, eh! --Quédese tranquilo, no nos podemos quedar afuera. Todos estaban nerviosos, menos él. El petiso Guinzburg no quería mirar. El periodista Hugo Gambini ajustaba y desajustaba su bufanda. El actor Rubén Stella alisaba nerviosamente su bigote. El pibe Pompei rezaba en la platea. El jefe de la custodia presidencial, Guillermo Armentano, cruzaba los dedos. El corazón del padre de Almandoz comenzaba a flaquear. Ya nadie se acordaba de los pelotazos sin sentido. Tampoco del criminal codazo sin pelota -uno más y van- que Trotta le aplicó a Correa ante la inexplicable pasividad del árbitro y el línea. Sólo interesaban los penales. Eran la vida o la muerte. Así de terminante, así de sencillo. Entonces Chilavert se apropió de la escena... Se acercó a Almada, el primer ejecutor de Defensor, y le habló al oído. Una actitud al filo del reglamento, acaso transgrediendo los códigos, pero suficiente para imponer el dominio psicológico de la situación. Porque en esos diez minutos tensos y dramáticos, con la adrenalina alborotada y el corazón galopando, Chilavert fue dueño y señor, amo absoluto de la situación. Voló a la derecha y desvió el remate del atribulado volante montevideano. Apretó el puño cuando Trotta señaló el suyo. Le habló a Chilelli delante del discreto y permisivo Marcio Rezende, se mordió los labios cuando el uruguayo se la puso al otro lado y después se paró para patear el suyo como si se tratara de un trámite bancario. Fue hacia la pelota con determinación y serenidad, la colocó arriba y a la izquierda, y explotó en un grito visceral que presagió el éxito definitivo. Porque al minuto siguiente –sin dejar de repetir el rito de estorbar la oreja y la tranquilidad del ejecutante de turno-, voló sobre su izquierda para desviar el tiro de Dos Santos, que le dio un beso al poste y se fue hacia un costado. Entonces Vélez empezó a respirar. Porque Almandoz metió el suyo y la diferencia tenía aroma a clasificación: 3-1. A esa altura, el paraguayo parecía inmenso, insuperable. Y esa sensación no la pudieron quebrantar los goles de Lima y Saravia ni la desprolijidad del Gallego González, que mandó su chance muy por arriba del travesaño. Cuando el Turu Flores estampó el 4-3 definitivo, el que aseguraba la clasificación para los cuartos de final de la Copa Libertadores, el “iChi-la-vert!, iChi-la-vert!” sonó como una bendición. Se abrazó muy fuerte con el Gallego González- "le dediqué mi actuación porque es una gran persona, me amargue mucho cuando no pudo convertir"-, levantó los brazos para agradecer el tributo de las dos cabeceras, le guiñó un ojo a Bianchi –‘¿qué le dije?’-, se metió en el túnel, le dio un abrazo enorme al Petiso Guinzburg –“Estoy todo mojadito, paraguayo”- y fue a cumplir con el control antidoping. Después fue la hora de las palabras. De las frases cargadas con gramos de revancha... “No me siento el héroe, este triunfo es de todo el equipo. Vélez está pasando por una etapa brillante y ahora se acrecienta el compromiso, porque para el fútbol argentino es importante que un equipo como el nuestro esté compitiendo en el primer nivel internacional”. “¿Si se me fue la mano hablándole a los rivales? Ustedes, los periodistas, la tienen que terminar con eso. Si lo hacía otro arquero no decían nada. Lo que pasa es que a ustedes les molesta que Vélez ande una barbaridad y no Boca, porque ellos venden más que nosotros. Algunos periodistas no entienden nada de fútbol y enjuician sin saber. Les molesta que esté jugando en gran nivel y que sea frontero (sic). Es que acá, en la Argentina, están mal acostumbrados, a pasar por encima de las personas. Encima mío nunca pasarán...” Y se fue. Con el pecho inflado y el orgullo sobrevaluado. Con la clasificación en el bolsillo y los flashes saludándolo. Al fin y al cabo, había hecho muy bien su show... ELIAS PERUGINO
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Diciembre 2017
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